Era temprano. Tal vez demasiado como para encender de nuevo la radio y subir el volumen a la rayita que indicaba el máximo. Quería no explicarle a su cabeza que la carta del martes tenía errores de ortografía. Nicolás vivía solo y ella se acercó a la ventana para dejarle el diario del domingo.
Catalina tiene una gata que por costumbre la despierta temprano con ronroneos. –Se llama Juana- le dijo un día a Nicolás. Una gata peluda, blanca y con manchas marrones. A Nicolás no le gustan los gatos. Nicolás cuando ve a Catalina en el jardín dejar caer el rollo de noticias observa sus dos senos definidos como uvas transparentes. Quizás esa levedad de aproximarse al vidrio y verla hace que Nicolás olvide el café hirviendo en la cocina, tropiece, o se mire el pantalón y vea a su sexo más alto pensando en el algodón ajustado en ella. Y Catalina con su mueca intrusa alrededor del marco del vidrio, de Nicolás, de ella que derrite sus pestañas en el hombre desconocido, bosteza. Y se abre una ventana. La invita un café y baja el volumen de la radio. Se sienta, luego vuelve a pararse, a circular la mesa, a recorrer el perfume de una mujer con un cigarrillo. Neutro. Hace mucho calor, entonces lo besa, no detiene detalle en el tiempo que suena como una alarma… ¿a qué? Juana estaría ahora maullando recostada en su cama frente a la ventana, Nicolás con las manos húmedas en su pudor elevado sobre esa nada.
La carta que Nicolás recibió un martes parecía un consuelo al mundo desorbitado de dos cuerpos que intentan nadar contracorriente. La ausencia de haches y acentos, las ve cortas como largas, omisión de eses dan indicios ¿a qué? ¿acaso no pudo haberse confundido? Pero él no admite errores y su cabeza se ha convertido en el espionaje insoportable de un margen abierto. Sin embargo hace tiempo que Catalina no escribe, no escribe cartas en papel de colores y con sabor a jazmín.
Catalina tiene una gata que por costumbre la despierta temprano con ronroneos. –Se llama Juana- le dijo un día a Nicolás. Una gata peluda, blanca y con manchas marrones. A Nicolás no le gustan los gatos. Nicolás cuando ve a Catalina en el jardín dejar caer el rollo de noticias observa sus dos senos definidos como uvas transparentes. Quizás esa levedad de aproximarse al vidrio y verla hace que Nicolás olvide el café hirviendo en la cocina, tropiece, o se mire el pantalón y vea a su sexo más alto pensando en el algodón ajustado en ella. Y Catalina con su mueca intrusa alrededor del marco del vidrio, de Nicolás, de ella que derrite sus pestañas en el hombre desconocido, bosteza. Y se abre una ventana. La invita un café y baja el volumen de la radio. Se sienta, luego vuelve a pararse, a circular la mesa, a recorrer el perfume de una mujer con un cigarrillo. Neutro. Hace mucho calor, entonces lo besa, no detiene detalle en el tiempo que suena como una alarma… ¿a qué? Juana estaría ahora maullando recostada en su cama frente a la ventana, Nicolás con las manos húmedas en su pudor elevado sobre esa nada.
La carta que Nicolás recibió un martes parecía un consuelo al mundo desorbitado de dos cuerpos que intentan nadar contracorriente. La ausencia de haches y acentos, las ve cortas como largas, omisión de eses dan indicios ¿a qué? ¿acaso no pudo haberse confundido? Pero él no admite errores y su cabeza se ha convertido en el espionaje insoportable de un margen abierto. Sin embargo hace tiempo que Catalina no escribe, no escribe cartas en papel de colores y con sabor a jazmín.
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